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NOTAS

Calvino 2 2/2 Ermitaño en París
Calvino 2  2/2 Ermitaño en París
¿TAMBIÉN YO FUI ESTALINISTA? Yo soy uno de los que abandonaron el Partido Comunista en 1956-1957 porque no se desestalinizaba lo bastante aprisa. Pero ¿qué decía cuando Stalin estaba vivo y el estalinismo era aceptado sin discusión en el seno de los partidos comunistas? ¿Era o no era estalinista yo también? Me gustaría decir: «No lo era», o bien: «Lo era, pero no sabía qué quería decir», o bien: «Creía que lo era pero no lo era en absoluto». Siento que ninguna de estas respuestas responde por entero a la verdad, aun cuando en todas haya una parte de verdad. Si logro comprender y hacer comprender lo que pensaba entonces (lo que no es fácil porque en tantos años uno cambia y también acaban por cambiar sus recuerdos, los recuerdos de cómo uno era) es mejor que empiece por decir: «Sí, he sido estalinista» y luego intentar ver más claro qué podía querer decir. Paso por alto el encuadrar el problema en sus premisas tanto subjetivas (el modo en que en el desbarajuste de la guerra un joven italiano falto de toda experiencia e información política se descubría de repente comunista) como objetivas (Stalin, que quería decir Stalingrado, Rusia, que paraba la marcha triunfal de Hitler y caía como un alud de hierro y de fuego sobre Berlín); no porque no sean importantes sino porque podemos considerarlas como sobreentendidas. Y vayamos al punto crucial: ¿quién era Stalin para nosotros, para mí? (es mejor que hable en singular y que luego vea si de esta exploración de mi memoria individual se puede extraer alguna consideración general). ¿Quién era Stalin entre 1945 y 1953, aquí, en este Occidente que había adquirido forma en la victoria aliada y en la guerra fría? ¿Qué imagen se podía reconstruir de los retratos oficiales siempre iguales y de la invisibilidad casi absoluta de la persona, de las páginas escritas que de vez en cuando caían sobre el mundo y del gran silencio que respondía al coro incesante de los ¡hosanna!? Las imágenes de Stalin que uno podía hacerse desde esa lejanía (afortunada lejanía pero no todos lo sabían) eran más de una; para muchos comunistas «de base» que seguían esperando la hora X de la revolución, Stalin era la garantía viviente de que esa revolución se haría. (Y la verdad era precisamente lo contrario, dado que Stalin tendía a excluir toda revolución que pudiera producirse al margen de la esfera de influencia directa de la Unión Soviética.) Además, estaba el Stalin que decía que el proletariado debía recoger la bandera de las libertades democráticas que la burguesía había dejado caer, y ése era el Stalin cuya estrategia servía de apoyo a la línea del partido de Togliatti y parecía corresponder a una perspectiva de continuidad histórica entre la revolución burguesa y la proletaria, continuidad que la alianza de los Tres (o Cinco) Grandes contra el Eje había sellado. ¿Era eso Stalin para mí? Pero ¿cómo mantener en pie esta imagen con todos los aspectos que la contradecían vistosamente? Intentemos una primera aproximación: el estalinismo, aun siendo muy compacto, contenía para los comunistas occidentales un abanico, si bien limitado, de pasibilidades políticas, culturales y comportamentales en una cierta medida divergentes. Había distintos modos de ser estalinista pero la regla del juego era que quien defendía una línea se comprometía a no presentarla como alternativa a las demás. En lo que a mí se refiere, Stalin se había convertido en un personaje de mi vida sólo en el momento en que se fotografió con Roosevelt y Churchill en los sillones de mimbre de Yalta. Lo que había pasado antes, la lucha con Trotski, las grandes purgas, eran cosas sucedidas «antes», en las que no me sentía directamente implicado. Naturalmente, el misterio de las increíbles autoacusaciones en los procesos de Moscú seguía arrojando una sombra gélida (mucho más cuando el mismo escenario se repite en los procesos de Budapest y de Praga), pero las piras gigantescas de la guerra parecían haber empequeñecido todas las otras piras y haberlas absorbido en una única llamarada en el clima de la tragedia inminente. También el gran drama de quien había entrado en la lucha política antes que nosotros -el pacto germano-soviético del 39- se re equilibraba en la historia de los años siguientes (con tal de no mirarlo en sus detalles, por lo demás poco conocidos en Italia). La historia que comenzaba con el desquite contra el nazifascismo dueño de Europa era aquella con la que me quería identificar y con todo lo que en el pasado la anticipaba. Stalin parecía representar el momento en que el comunismo se había convertido en un gran río, ya alejado del curso precipitado y accidentado de sus orígenes, un río en el que confluían las corrientes de la historia. En consecuencia, podría concretar así mi postura: tanto mi estalinismo como mi antiestalinismo tuvieron su origen en el mismo núcleo de valores. Por eso, para mí como para tantos otros, la toma de conciencia antiestalinista no fue sentida como un cambio sino como una verificación de las propias convicciones. No es que no existiera para mí otra historia, incompatible con aquella imagen. Preferiría pasar por un defensor del maquiavelismo más cínico que por uno de esos que dicen: «¿Los crímenes de Stalin? ¿Quién los conocía? No tenía ni la más remota idea». Claro, la magnitud de las masacres nadie la sospechaba (y aún hoy, cada nueva valoración del número de millones de víctimas desmiente la anterior como demasiado optimista), ni se sabía cuál había sido el mecanismo de las grotescas confesiones en los procesos políticos (se buscaban explicaciones refinadas de psicología revolucionaria por la cual los jefes caídos en desgracia y sin esperanzas se autocalumniaban para colaborar al desarrollo del socialismo; hasta Koestler, que había escrito el libro más impresionante sobre la cuestión, pecaba de optimismo), pero los elementos para entender algo -al menos para entender que había muchas zonas oscuras- no faltaban. Se podía tomarlos en consideración o no, lo cual es distinto que creerlos o no creerlos. Por ejemplo, yo era amigo de Franco Venturi, que sabía muchas de las cosas que habían pasado allí y que me las contaba con todo su sarcasmo ilustrado. ¿No le creía? Pues claro que le creía; sólo que pensaba que yo, al ser comunista, debía ver esos hechos en otra perspectiva distinta de la suya, en un distinto equilibrio entre lo positivo Y lo negativo. y, además, sacar las consecuencias de ello habría significado separarme del movimiento, de la organización de las masas, etcétera, etcétera, perder la posibilidad de participar en algo que en ese momento para mí contaba mucho más... Esta no transmisibilidad de la experiencia o, digamos, escasa eficacia de la transmisibilidad de la experiencia, sigue siendo una de las realidades más desalentadoras en el mecanismo histórico y social; no hay modo de impedir que una generación se tape los ojos; la historia sigue moviéndose por impulsos no dominados por completo, por convicciones parciales y no claras, por decisiones que no son decisiones y por necesidades que no son necesidades. Llegado a este punto, puedo intentar precisar mi definición: el estalinismo se reforzaba con la necesidad, las cosas no podían ser de otra manera que como habían sido aunque el rostro de la historia no tenía nada de agradable. Sólo cuando llegué a comprender que también en el seno de la necesidad más férrea hay un momento en el que las decisiones son posibles, y las de Stalin habían sido en gran parte decisiones desastrosas, toda justificación del estalinismo se hacía inconcebible. Naturalmente, había un campo en el que no podía esconderme de ninguna manera lo negativo del estalinismo y era el de mi directo campo de trabajo. La literatura y el arte soviéticos -desde que se agotó el período revolucionario- eran de una tétrica sordidez; la estética oficial consistía en toscas directrices cuarteleras. Al no tener ideas claras sobre cómo funcionaba el sistema de dirección soviético, no me sentía inclinado a echar la responsabilidad directamente sobre Stalin (que en sus intervenciones «firmadas» parecía ser más abierto que sus secuaces). Me explicaba la situación así: en los años en que en la URSS la dirección comunista se había impuesto en distintos sectores de la cultura y de la vida asociada, algunos campos habían podido aprovecharse de la guía de personalidades creativas en sentido verdaderamente comunista, mientras que en otros campos -como precisamente la literatura y el arte después de las varias muertes y suicidios bien conocidos- habían caído en manos de canallas y oportunistas. En resumen, algo había comprendido pero no lo más importante: que era el sistema estaliniano el que imponía necesariamente en la cultura el dominio de los canallas y que este sistema era una monarquía absoluta y no una dirección colegiada. Creía que para cerrar el paso al poder cultural a los inmorales era necesario realizar en el propio campo un trabajo práctico y teórico que fuese inexpugnable desde el punto de vista político y que sirviera como modelo de valores para la sociedad nueva. Para eso era necesario excluir muchísimas cosas del propio horizonte: el comunismo era un estrecho embudo por el que había que pasar para encontrar al otro lado un ilimitado universo: el estalinismo tenía la fuerza y los límites de las grandes simplificaciones. La visión del mundo que se tomaba en consideración era muy reducida y esquemática pero dentro de ella se replanteaban decisiones y luchas para hacer prevalecer las propias opciones a través de las cuales muchos valores que se presumían excluidos volvían a entrar en juego. Detrás de todo esto yo seguía viendo como modelo operativo esa extraordinaria convergencia entre intelectuales animados de espíritu práctico e inventivo y el proletariado con sus exigencias renovadoras, que había sido el milagro de la revolución rusa. Que esta convergencia (tal vez herencia natural de la tradición revolucionaria rusa y socialista más que resultado de una intención consciente de Lenin y de los bolcheviques) hubiera durado unos pocos años y luego fuera dispersada por Stalin despojando a los obreros de toda fuerza reivindicativa y diezmando a los intelectuales con el terror, sólo lo comprendí más tarde. Así pues, estoy en situación de introducir un postulado de alcance más general: el estalinismo se presentaba como el punto de llegada del proyecto ilustrado de someter el entero mecanismo de la sociedad al dominio del intelecto. En cambio, era la derrota más absoluta (y tal vez ineluctable) de este proyecto. A este cuadro debo añadir un detalle más personal: mi utopía de llegar a una concepción del mundo que no fuese ideológica. La atmósfera intelectual de aquellos años era, ciertamente, menos ideológica que la de ahora, pero el mundo en el que me movía estaba saturado de ideología. Y yo me había hecho a la idea de que cada vez que Stalin hablaba a los ideólogos se les atragantaba el bocado, y esto me daba una gran satisfacción. Me parecía que Stalin estaba siempre del lado del sentido común contra la ideología. Los amigos me reprocharon mucho esta actitud, entonces y más tarde, pero se correspondía con la necesidad de situarme en relación con mis interlocutores habituales, muy ideologizados. Me equivocaba, al menos por lo que se refiere a Stalin. Porque Stalin no era en absoluto la superación de la ideología, porque mi superficialidad me llevaba a identificarme con el peor ideologismo y porque cuando los ejemplos de libertad de pensamiento vienen de un monarca no cuentan para nada, ya que sólo él puede permitírselos porque es el Rey. Por tanto, añado a mi serie de conclusiones esta otra: el estalinismo parecía establecer la primacía de la práctica sobre los principios ideológicos; de hecho, forzaba la ideología para ideologizar lo que sólo se sostenía con la fuerza. Sólo ahora empiezo a comprender cómo estaban las cosas. Digo las cosas entre mí y Stalin, entre mí y el comunismo. El pathos revolucionario, el Octubre Rojo, Lenin, siempre fueron para mí fantasmas lejanos, hechos ocurridos una vez, tan irrevocables como irrepetibles. Había entrado en la problemática del comunismo en la época de Stalin pero por motivos de historia italiana y tenía que hacer un continuo esfuerzo para hacer entrar en mis coordenadas a la Unión Soviética. De las democracias populares bastante pronto me hice la idea de un paso obligado y artificial e impuesto desde fuera y desde arriba. De la URSS pensaba que era otra cosa; que el comunismo, pasados los años de las pruebas más duras, se habría convertido en una especie de estado natural y que habría alcanzado una espontaneidad, una serenidad y una madura sabiduría. Proyectaba sobre la realidad la simplificación rudimentaria de mi concepción política según la cual el objetivo final era reencontrar, después de haber atravesado todos los desvaríos, las injusticias y las masacres, un equilibrio natural más allá de la historia, más allá de la lucha de clases, más allá de la ideología, más allá del socialismo y del comunismo. Por eso, en el Diario de un viaje a la URSS, que publiqué en el 52 en L'Unitá; anotaba casi exclusivamente observaciones mínimas de la vida cotidiana, aspectos tranquilizadores y apaciguadores, atemporales, apolíticos. Esa manera no monumental de presentar la URSS me parecía la menos conformista. En cambio, mi verdadera culpa de estalinismo fue precisamente ésa: para defenderme de una realidad que no conocía pero que de alguna manera presentía y a la que no quería dar un nombre, colaboraba con mi lenguaje no oficial que presentaba como sereno y sonriente lo que era drama, tensión y desgarro. El estalinismo también era la máscara meliflua y afable que ocultaba la tragedia histórica en acto. Los estruendos del trueno del 56 hicieron caer todas las caretas y todas las defensas. Muchos que se reconocieron en esa hora de la verdad volvieron a vincularse a las matrices revolucionarias del comunismo (y casi todos aceptaron una nueva imagen mítica, con aspectos diversos pero no menos susceptibles de mitificación: Mao Tse Tung). Otros tomaron la vía más práctica de reconocer lo existente para intentar reformarlo, quien con optimismo racionalista, quien con el sentido del límite, de lo peor que había que evitar, de la relatividad de los resultados. No seguí ni a los unos ni a los otros: para ser un revolucionario me faltaba temperamento y convicción, y la modestia del horizonte reformista (del mundo socialista o del capitalista) me parecía que no me curaría del vértigo de los abismos a los que me había asomado. Así, aunque seguí siendo amigo de muchos de los unos y de los otros, poco a poco fui empequeñeciendo el lugar de la política en mi espacio interior. (Mientras tanto, la política iba ocupando cada vez más espacio en el mundo de fuera.) Tal vez la política sigue ligada en mi experiencia a aquella situación límite: un sentido de necesidad inflexible y una búsqueda de lo diverso y de lo múltiple en un mundo de hierro. Así pues, acabaré diciendo: si fui (a mi manera) estalinista, no fue por casualidad. Hay componentes significativos propios de esa época que son parte de mí mismo: no creo en nada que sea fácil, rápido, espontáneo, improvisado, aproximativo. Creo en la fuerza de lo que es lento, calmo, obstinado, sin fanatismos ni entusiasmos. No creo en ninguna liberación ni individual ni colectiva que se obtenga sin el precio de una autodisciplina, de una autoconstrucción, de un esfuerzo. Si esta manera mía de pensar puede parecerle a alguien estalinista, pues bien, entonces no tendré dificultad en reconocer que, en este sentido, todavía sigo siendo un poco estalinista.